Ha sido una escapada corta, pero suficiente para desconectar de lo cotidiano, de los problemas y de la rutina que a veces nos pesa. No es la primera vez que visito Roma, me parece una ciudad familiar, cercana y le tengo cariño. De nuevo no he podido evitar ponerme a observar sus calles, su gente, su modo de vida.... para mí es la manera de imaginarme cómo sería vivir en ese sitio, sentir esos gestos, esos olores, esas palabras como si fueran mi propia rutina. En la estación de trenes Triburtina nada más llegar, aproveché un tiempo de espera para fijarme precisamente en eso, en el ambiente y en esa marea de gente, viajeros y no viajeros que pasean por las estaciones, ya sean de trenes, metro, autobuses, etc. Llamó mi atención al instante la presencia de una mujer muy mayor, sentada en un bordillo de la acera al lado de la entrada de la estación. Su cara estaba tan llena de arrugas que no le dejaban apenas libertad para expresar otra emoción, que no fuera la de esa tristeza, tranquila y pasiva tristeza que emanaba de su rostro. Resultaba hipnótico el contraste, por un lado la marea humana de gente que a toda prisa entraba y salía por la puerta de la estación, en un ritmo acelerado. Por otro esta delgada anciana sentada en el escalón fumando sin ninguna prisa, como si el resto del mundo no existiera para ella o no tuviera el más mínimo interés. Con su gorra rosa y su pañuelo gris cubriéndole la cabeza. Sus vestimentas también eran grises, lo que hacía muy curiosa la estampa. Ella toda gris, incluso su semblante, salvo aquella nota de color que quizás se había permitido para recordar que siempre hay hueco para un poco de esperanza. Allí seguía ella sentada y cuando la observaba era como si al meterme en su mundo mi tiempo se detuviera también con el suyo. No sé cuánto tiempo pasó, a mí me pareció mucho, hasta que de pronto se levantó al terminar el cigarrillo, muy lentamente, mientras a su lado pasaban cual ráfagas flujos continuos de personas acelerando el paso. Caminaba despacio hacia la entrada e ignoraba al resto de la gente, era como si no existieran, echó una última mirada atrás como para comprobar que no había olvidado nada (su único equipaje era un bolso negro viejo que llevaba agarrado del brazo y del que no se había separado en todo este tiempo) y se alejó adentrándose en la muchedumbre, que con gestos automáticos la esquivaba. Me quedo con esta curiosa anécdota, con la puesta de sol desde el Castello de San Angelo, y con el olor de la masa con la que hacen esos famosos cornettos italianos, delicioso olor que inundaba muchas calles.
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